En los pliegues de la realidad, allí donde las sombras se entrelazan con la luz, nace el egregor. Imagina un tejido etéreo, invisible a los ojos humanos, pero palpable en la conciencia colectiva. Es como una neblina sutil que se forma cuando las mentes convergen hacia un propósito común. Este egregor, como un espectro sin forma, se alimenta de la energía mental de aquellos que lo crearon. Sus hilos invisibles se entrelazan con los pensamientos, las emociones y los deseos de la comunidad. Cuando las personas se unen conscientemente, ya sea por creencias compartidas, rituales o intenciones colectivas, este ente toma vida. Imagina un jardín de flores psíquicas. Cada pensamiento, cada emoción, es una flor que contribuye al egregor. Las risas, los miedos, las esperanzas: todos se funden en una danza etérea. El egregor se nutre de esta sinergia, creciendo y adquiriendo una personalidad propia. En ocasiones, el egregor se manifiesta en símbolos. Puede ser el espíritu de una ciudad, la energía
En el principio, cuando las estrellas aún eran jóvenes y los mundos danzaban en espirales de luz, el Creador alzó su mirada. Sus ojos, constelaciones de misterio, contemplaron la creación en su infancia. "¿Quién soy?", susurró el Creador al viento cósmico. "¿Por qué he tejido galaxias y almas? ¿Qué melodía aguarda mi oído divino?" Y así, el Creador extendió sus manos invisibles. Creó mundos de fuego y hielo, de risas y lágrimas. Las criaturas surgieron como notas en una partitura inmensa. Pero el Creador anhelaba más. No buscaba adoración ni sacrificios. No deseaba altares ni incienso. Su corazón, como un abismo de estrellas, latía con una sencilla esperanza. "¿Me entenderán?", susurró el Creador. "¿Comprenderán que solo deseo un saludo, un 'hola', un '¿cómo estás?" Las criaturas, como niños en un aula cósmica, aprendieron. Exploraron los rincones de la realidad, descubrieron leyes y secretos. Algunas se perdieron en la oscuridad, otr